SOLEDAD

Era joven, demasiado joven, nos separaban un par de generaciones. Sin embargo, algo me atrajo en él, tal vez cómo me miraba, tal vez cómo bromeaba, tal vez cómo jugueteaba, tal vez cómo reía, tal vez cómo se me acercaba.
            La soledad a veces te hace sentir lo imposible: un adulto joven y una mujer madura, es una experiencia estimulante.
            Esa noche me acosté temprano, rendida, el calor atontaba. Intenté dormir, pero una extraña inquietud recorría mi cuerpo, inundándome de sensaciones placenteras.
            La calidez de las sábanas no logró aplacar la desazón que me invadía. Sentí mis manos deslizarse suavemente hacia la humedad de mi sexo.
            No supe el tiempo transcurrido, cuando sentí aproximarse su potente virilidad. Percibiendo su aliento, supe que era él, no podía ser otro.
            Con seguridad la mirada dada durante la cena, lo confundió y le hizo creer que lo estaba invitando a mi lecho de mujer sola y anhelante.
            Mientras mi mente lo rechazaba todo mi ser lo deseaba. Sus manos expertas reemplazaron las mías. Primero fueron mis senos, luego mi vientre, mi sexo, mis piernas. Quise protestar, decirle que no siguiera, pero no pude. Me besaba la espalda, las caderas, las nalgas. Sudaba de pudor y  deseo. Siguió su recorrido hasta llegar a mi boca. Mis labios entreabiertos lo recibieron ansiosos. Fue un beso ardiente y prolongado hasta dejarnos sin aliento. Nuestros cuerpos se confundieron en un gozo absoluto.
            Desperté sobresaltada, bañada en sudor, húmeda, con la respiración entrecortada, sintiéndolo, no estaba segura de haber soñado, debo estar loca para tener esta clase de sueños, pero ha sido demasiado real todavía me parece tenerlo a mi lado.
            Mientras almorzábamos no me atreví a mirarlo de frente. Temí que mi rostro reflejara la noche de pasión que habíamos  vivido sin que él se hubiera enterado. Sin embargo, su mirada me recordó que todo había sido un sueño.
            Debíamos asistir al baile de graduación de su hermana menor. Me resistí una y otra vez. Inventé una serie de excusas, no tengo ropa, sin pareja es un riesgo, es un baile de gente joven. Pero todas eran justificaciones, yo necesitaba su cercanía.
            Me arreglé de tal manera y todos coincidieron en que me veía radiante, sensual, agregó él. Durante la ceremonia, a pesar de mis furtivas miradas, estuve relativamente tranquila. A medida que se acercaba el término, empecé a sentir una angustia que casi me obliga a huir del lugar.
            Algo me detuvo. Su mirada me penetraba, diciéndome quédate, no me dejes. Permanecí clavada en mi asiento sin poder respirar.
            Mientras nos ubicábamos en las mesas, mi nerviosismo iba en aumento, qué me pasa, estoy a punto de desmayarme como una quinceañera, quiero irme, desaparecer, antes que cometa una imprudencia, bailemos, preciosa, estás loco, no sé bailar estos ritmos, es cosa de moverse, no puedo, las piernas no me responden. Sin embargo, me arrastró suavemente y sin proponérmelo estaba bailando presa de un ritmo que me contagiaba como si tuviera 20 años.
            De pronto me sentí entre sus brazos, pegada a su pecho, casi rozando su rostro. La música había cambiado, era suave, tan suave como la caricia de sus dedos.
            Cuando tomé conciencia de la real situación, intenté desasirme, pero sus manos me atrajeron más hacia él, no te escaparás, ahora estás en mi poder, escuché que me susurraba al oído, no creo que pueda seguir, se me está nublando la vista, casi no escucho la música, sus manos parecían hacerme daño, no te creo, déjame bailar contigo, me gusta hacerlo. Sus labios tocaban los míos y sus ojos me miraban con una mezcla de ternura y deseo.
            No supe cuánto duró el tormento de sentir todas las miradas puestas en nosotros. La seguridad de sus brazos hizo desaparecer mis aprehensiones y me sentí liviana, feliz, sensual, respondiendo al hombre que tenía frente a mí. Sus labios besaron los míos,  con apasionadas palabras dichas al oído, sus manos  se posaron en mis caderas.
            En un instante todo había desaparecido, sólo estábamos él y yo, adormecidos por la música que invadía mi ser, haciéndome estremecer de gozo. Vámonos de aquí, sus palabras rompieron el hechizo, me solté de sus brazos y corrí a esconderme, no sabía dónde, lo único que quería era desaparecer, me llamaba, me buscaba, hasta que me alcanzó. Me refugié en sus brazos y un llanto estremeció mi cuerpo, mientras me besaba tiernamente.
            Esta vez no fue sueño, esta vez fue real, una noche de pasión desbordante. Hicimos el amor una y otra vez, con ternura primero, con desesperación después, como si no tuviéramos tiempo, como si esa fuera la única oportunidad de amarnos. La fantasía de que un hombre joven me amara, se había cumplido en una noche que debió acabarse antes de empezar.
            Esto no puede volver a ocurrir, debo partir de inmediato antes que alguien me recrimine por lo sucedido, pero cómo arrancar sin despedirme de nadie, no lo entenderían. Decidí enfrentar la situación, aunque ello me costara la amistad de quienes me habían acogido. Sin embargo, el almuerzo transcurrió sin alusiones, sólo preguntaron por él y supusieron que la fiesta lo había agotado.
            Los dueños de casa no aceptaron mis justificaciones para partir enseguida. Debía esperar un par de actividades que seguro te encantarán, se trata de una competencia, de qué tipo, ya verás. Me enteré con espanto que él la organizaba y sentí  que nuevamente el pánico me invadía, no creo que pueda estar a su lado, volveré a perder el control y me censurarán sin piedad.
            Entró a mi cuarto sorpresivamente, abrazándome, buscando mis labios, recorriendo mi cuerpo. Intenté detenerlo, pero no pude. Despertaba en mí un deseo incontrolable, una entrega total que me hacía gemir de placer. Nuestros encuentros eran cada vez más apasionados, pero también más arriesgados.
            Me di cuenta que la situación no podía seguir, que estaba traicionando a mis anfitriones y a mí misma. El deseo de estar entre sus brazos, amándonos como dos adolescentes iba en aumento. Era como una droga cuya adicción me exigía cada vez más. Sin proponérmelo lo buscaba,  incitándolo a reunirnos con más frecuencia. Ya no eran sólo las noches, sino también las tardes, las mañanas, cualquier hora era preferible a estar sola, necesitaba la cercanía de su cuerpo.
            Una noche que lo esperaba no llegó hasta mi cuarto. Tuve malos sueños, verdaderas pesadillas. Lo veía alejarse, sin mirar atrás, lo llamaba, pero no me escuchaba. Desperté gritando, un mal presentimiento me invadió. Corrí hasta su alcoba. La cama sin tocar me indicó que no había llegado durante la noche.
            A la mañana siguiente, lo encontré desayunando con un grupo de amigos. Celebraban el cumpleaños de una de las chicas. Sus risas juveniles resonaban en toda la estancia.
            Esa tarde abandoné la casa.

LA JOVEN Y LA LUNA

Aquella noche la Luna me contó que la había visto de nuevo. Caminaba entre los árboles del bosque con un vestido blanco que en su figura parecían alas. Iba descalza por el pasto. Bailaba, sí, bailaba y cantaba. Sus brazos se movían como mecidos por un suave viento. Se abrazaba a los troncos de los árboles. Besaba algunos, tomaba sus ramas y se mecía con ellas. Sonreía y a veces lanzaba ruidosas carcajadas.

         La Luna me contó también que se había quedado dormida y que al despertar  la joven ya no estaba. La buscó por entre los árboles, por los senderos, en cada uno de los troncos,  en las ramas; pero fue en vano.
 –Se fue a dormir –pensó– yo haré lo mismo.

         La noche siguiente la encontró llorando. No supo cómo consolarla. Sin embargo, la envolvió con su tenue luz. La joven pareció reconfortarse por momentos, pero su rostro siguió  pálido y sufriente. Amanecía. La Luna se alejó, su luz  se debilitaba.

         En las noches siguientes, la joven siguió triste y llorosa. Se tomaba la cabeza a dos manos, su rostro denotaba mucho dolor. Lloraba, gritaba y se reía estrepitosamente. Su figura lánguida, sus vestidos desgarrados y los ojos con un extraño brillo, preocuparon a la Luna. Aunque le pareció que no estaba en su sano juicio, la siguió acompañando. Las horas se acortaban lentamente y a veces ni siquiera se encontraron.

          La  otra noche, me dijo la  Luna,  la estuve esperando, pero fue inútil. Entonces se acordó del estanque que estaba al final del bosque. Se deslizó con rapidez y la vio con sus alas flotando y una sonrisa inerte en su rostro. Unos hombres, la  estaban rescatando de la superficie del agua. Esa noche, la Luna se escondió llorando detrás de unas espesas nubes.


Intriga en el antiguo caserón

No le tengo miedo a nada, dijo en medio del asombro de sus amigas. Se habían reunido  en el “Café Central” a tomar el acostumbrado pisco sour como todos los primeros miércoles de cada mes. Fue el punto de partida para que todas al mismo tiempo quisieran contar acerca de sus miedos y fobias. Era tal el alboroto que el resto del público presente observó con cierta sorna a este grupo de mujeres de mediana edad que se atropellaba por contar sus “experiencias terroríficas”.
Esto me servirá para escribir un cuento, pensó Margot, sacando de su bolso lápiz y papel.
-         Una vez, cuando casi me ahogué, me di cuenta que tengo terror a morir ahogada, desde entonces sólo me baño en la ducha –se calló abruptamente la más joven del grupo ante la carcajada general de sus amigas.
-         Recuerdo que cuando estaba en Budapest, teníamos que atravesar el Danubio para ir al otro lado de la ciudad, me percaté que los andamios del puente estaban repletos de telarañas. Sentí tal pavor que pasé corriendo sin poder detenerme –contó Alicia con un estremecimiento ante el recuerdo.
-         Detesto a los gusanos, dijo Ana, con el gesto de repugnancia dibujado en su rostro.
Y así siguieron por el resto de la velada dando ejemplos  de encuentros con los seres más extraños: cucarachas, ratones, cangrejos, perros rabiosos, gatos en celo. Margot tomaba nota presurosa, no quería perder detalle de tan valiosa información para su relato. Recordó el caso de su primo Eduardo, un cuarentón con fobia a las multitudes. No quiso contar su problema, pero lo encontraba mucho más trágico que estos terrores de sus amigas.
Sin embargo, el más dramático fue el  incidente de Fabiola y su encuentro con un borracho al interior de un ascensor: un tipo elegante que estaba totalmente desquiciado, lanzándole el tufo a la cara mientras la tenía atrapada contra una de las paredes. Terminó gritando como si el suceso lo estuviera viviendo de nuevo.
No entiendo por qué la gente tiene tantos miedos, se dijo.
La reunión se suspendió de inmediato, pagaron la cuenta en silencio y se retiraron cabizbajas. En la calle se despidieron.
Margot vivía en el antiguo caserón de sus padres, en uno de los barrios retirados de la ciudad. La calle estaba a oscuras, sólo iluminada por los focos de su automóvil. Otra vez lo mismo, pensó, y yo con mi linterna sin pilas. Al bajarse del auto, escuchó ruidos al interior de la vivienda. No supo identificarlos, pero sospechó que en medio de la oscuridad alguien o algo se había caído. ¡Mamá, papá! llamó con voz fuerte al abrir la puerta. El lugar estaba a oscuras y en silencio. Siguió avanzando y tropezó con un sillón ¡mierda! parece que no conozco mi propia casa o todo está  revuelto. A medida que daba algunos pasos con los brazos extendidos, sintió algo a cierta distancia ¿quién anda ahí? gritó molesta. Silencio. Debe ser una de las acostumbradas bromas de mis primitos ¡viejotes! Pero ¿dónde estarán mis padres? A medida que recorría la casa lentamente los llamó una y otra vez. El pulso se le aceleró. No me gusta este silencio. Subió las escaleras casi arrastrándose, ya en el piso superior quiso entrar a su cuarto, pero estaba cerrado ¡nunca lo dejo con llave! exclamó casi a punto del llanto. De nuevo esos ruidos, más bien parecen susurros, no quiero asustarme, yo no le tengo miedo a nada ¿recuerdas? Sin embargo, la situación la estaba atemorizando. Se sentó en el suelo, las piernas no la sostenían ¿quién anda ahí? quiso preguntar, pero  la voz no le salió, fue más bien un ruido gutural. Alguien camina dentro de la casa, esos murmullos y esas sombras que se mueven. El corazón le latía presuroso,  la frente y las manos húmedas de sudor, no era miedo, sino terror el que la dominó, temblaba entera, quiso levantarse y no pudo, sólo se abrazó a sus rodillas y comenzó a sollozar, esto no es real, debo salir de aquí, se dijo, mientras sentía un calor inusual entre sus piernas. Levantándose de un salto buscó la salida. Antes de alcanzarla, algo la golpeó en la frente. Mientras caía ante el sorpresivo ataque, le pareció ver una sombra que se alejaba.
Tendida en su cama, la voz de su madre le hablaba desde lejos, muy lejos. No supo qué contestarle. Se sentía confundida, cierto desasosiego la invadía. Estaba segura de lo ocurrido y si no ¿por qué aún tenía los pantalones húmedos y le dolía tan fuertemente la cabeza?

El Manuscrito

Hernán Solís, profesor de Filología de una prestigiosa Universidad de Valparaíso, era capaz de descifrar cualquier texto que se le presentara en lenguaje nativo.
         Su colega, Alfred Stevens, investigador invitado por el Museo Fonk de Viña del Mar, le solicitó interpretar un documento descubierto en su reciente visita al interior de la provincia  cuya data y características no coincidían con lo encontrado  y estudiado hasta ahora.
         Sin embargo, Solís no conocía los signos en que estaba escrito el texto lo que desconcertó a ambos científicos. Decidieron investigar acerca de su procedencia. Un aspecto les llamó la atención: los aborígenes de ese lugar acostumbraban a elevar súplicas para desear el bien o el mal de una persona. El desafío que les presento  la inscripción, los motivó a entrevistarse con su antiguo dueño.
         Se alojaron en una precaria vivienda en medio del frío cordillerano. Intentaron obtener más antecedentes del propietario y su familia, especialmente de un par de viejos parientes del informante, quienes sólo recordaban que  en esos parajes vivieron indígenas que realizaban maleficios con brebajes que ellos mismos preparaban.
         El mismo día de su llegada, se internaron en numerosas cuevas, encontrando en sus paredes dibujos de animales, utensilios y figuras humanas, pero ningún signo que denotara algún tipo de escritura. ¿Qué hace este tipo de documento en estos parajes y con esta particularidad? se preguntaron, sin encontrar  respuesta alguna.
         Ambos investigadores, después de escuchar cuentos de fantasmas y aparecidos, se acomodaron en un rincón de la vivienda dispuestos a descansar.
         El profesor Solís, antes de dormirse, recordó un texto entregado por su amiga la sicóloga Carmen Valderrama. “Cuando quieras resolver algún problema, repite: quiero tener y voy a tener un sueño que me entregue la solución a este problema que tengo en mente”.
         Dicho esto a media voz, se fue adormeciendo lentamente. Se sintió transportado a un lugar boscoso, lo arrastraban en medio de un gentío que entonaba letanías ininteligibles, amarrado, descalzo, semidesnudo. El sendero era angosto y empinado, sentía cómo el ramaje le hería el rostro. A medida que avanzaba le cogió una angustia indescriptible, algo debo haber hecho para merecer este castigo, pero qué, yo sólo enseño e investigo. Finalmente, llegaron a una explanada. Lo colocaron al centro, atado a una estaca, mientras sus acompañantes formaban un círculo a su alrededor. Un gigantón vestido con una larga túnica y un rostro terrible bramó, mostrándole el manuscrito: has transgredido nuestras leyes. Con estupor se dio cuenta que podía entender lo que decía, era como si estuviera escrito en su propio idioma, por fin sabré su contenido. Mientras leía, empezó a sentir una especie de entumecimiento: le comenzó en los pies y concluyó a la altura de la garganta. Al terminar de leerlo estaba totalmente paralizado. Lo único que podía mover eran sus ojos. Se había cumplido la maldición para quien se atreviera a descifrarlo. Pero faltaba el castigo final. A una orden del jefe, se le acercó un nativo con un hierro incandescente ¡quémale los ojos! gritó el hombrón, para que nunca pueda volver a leer.
         Cuando el fierro estaba cerca de su rostro casi quemándolo, sintió que el terror le subía a la garganta y le salía en forma de un aullido ensordecedor. Despertó, asustando a quienes lo escucharon en medio del silencio nocturno.
         Ante el asombro de quienes lo rodeaban, el profesor Solís permaneció durante días en estado catanónico sin poder moverse ni hablar. Se mantenía despierto. Parecía luchar contra la somnolencia que lo adormecía a ratos.