Aquella noche la Luna me contó que la había visto de nuevo. Caminaba entre los árboles del bosque con un vestido blanco que en su figura parecían alas. Iba descalza por el pasto. Bailaba, sí, bailaba y cantaba. Sus brazos se movían como mecidos por un suave viento. Se abrazaba a los troncos de los árboles. Besaba algunos, tomaba sus ramas y se mecía con ellas. Sonreía y a veces lanzaba ruidosas carcajadas.
La Luna me contó también que se había quedado dormida y que al despertar la joven ya no estaba. La buscó por entre los árboles, por los senderos, en cada uno de los troncos, en las ramas; pero fue en vano.
–Se fue a dormir –pensó– yo haré lo mismo.
La noche siguiente la encontró llorando. No supo cómo consolarla. Sin embargo, la envolvió con su tenue luz. La joven pareció reconfortarse por momentos, pero su rostro siguió pálido y sufriente. Amanecía. La Luna se alejó, su luz se debilitaba.
En las noches siguientes, la joven siguió triste y llorosa. Se tomaba la cabeza a dos manos, su rostro denotaba mucho dolor. Lloraba, gritaba y se reía estrepitosamente. Su figura lánguida, sus vestidos desgarrados y los ojos con un extraño brillo, preocuparon a la Luna. Aunque le pareció que no estaba en su sano juicio, la siguió acompañando. Las horas se acortaban lentamente y a veces ni siquiera se encontraron.
La otra noche, me dijo
Sublime!
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