Hernán Solís, profesor de Filología de una prestigiosa Universidad de Valparaíso, era capaz de descifrar cualquier texto que se le presentara en lenguaje nativo.
Su colega, Alfred Stevens, investigador invitado por el Museo Fonk de Viña del Mar, le solicitó interpretar un documento descubierto en su reciente visita al interior de la provincia cuya data y características no coincidían con lo encontrado y estudiado hasta ahora.
Sin embargo, Solís no conocía los signos en que estaba escrito el texto lo que desconcertó a ambos científicos. Decidieron investigar acerca de su procedencia. Un aspecto les llamó la atención: los aborígenes de ese lugar acostumbraban a elevar súplicas para desear el bien o el mal de una persona. El desafío que les presento la inscripción, los motivó a entrevistarse con su antiguo dueño.
Se alojaron en una precaria vivienda en medio del frío cordillerano. Intentaron obtener más antecedentes del propietario y su familia, especialmente de un par de viejos parientes del informante, quienes sólo recordaban que en esos parajes vivieron indígenas que realizaban maleficios con brebajes que ellos mismos preparaban.
El mismo día de su llegada, se internaron en numerosas cuevas, encontrando en sus paredes dibujos de animales, utensilios y figuras humanas, pero ningún signo que denotara algún tipo de escritura. ¿Qué hace este tipo de documento en estos parajes y con esta particularidad? se preguntaron, sin encontrar respuesta alguna.
Ambos investigadores, después de escuchar cuentos de fantasmas y aparecidos, se acomodaron en un rincón de la vivienda dispuestos a descansar.
El profesor Solís, antes de dormirse, recordó un texto entregado por su amiga la sicóloga Carmen Valderrama. “Cuando quieras resolver algún problema, repite: quiero tener y voy a tener un sueño que me entregue la solución a este problema que tengo en mente”.
Dicho esto a media voz, se fue adormeciendo lentamente. Se sintió transportado a un lugar boscoso, lo arrastraban en medio de un gentío que entonaba letanías ininteligibles, amarrado, descalzo, semidesnudo. El sendero era angosto y empinado, sentía cómo el ramaje le hería el rostro. A medida que avanzaba le cogió una angustia indescriptible, algo debo haber hecho para merecer este castigo, pero qué, yo sólo enseño e investigo. Finalmente, llegaron a una explanada. Lo colocaron al centro, atado a una estaca, mientras sus acompañantes formaban un círculo a su alrededor. Un gigantón vestido con una larga túnica y un rostro terrible bramó, mostrándole el manuscrito: has transgredido nuestras leyes. Con estupor se dio cuenta que podía entender lo que decía, era como si estuviera escrito en su propio idioma, por fin sabré su contenido. Mientras leía, empezó a sentir una especie de entumecimiento: le comenzó en los pies y concluyó a la altura de la garganta. Al terminar de leerlo estaba totalmente paralizado. Lo único que podía mover eran sus ojos. Se había cumplido la maldición para quien se atreviera a descifrarlo. Pero faltaba el castigo final. A una orden del jefe, se le acercó un nativo con un hierro incandescente ¡quémale los ojos! gritó el hombrón, para que nunca pueda volver a leer.
Cuando el fierro estaba cerca de su rostro casi quemándolo, sintió que el terror le subía a la garganta y le salía en forma de un aullido ensordecedor. Despertó, asustando a quienes lo escucharon en medio del silencio nocturno.
Ante el asombro de quienes lo rodeaban, el profesor Solís permaneció durante días en estado catanónico sin poder moverse ni hablar. Se mantenía despierto. Parecía luchar contra la somnolencia que lo adormecía a ratos.
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